Volver a "1984" (II)
Archivado en: Cuaderno de lecturas, Distopías, 1984, George Orwell
(viene de la entrada del 14 de abril)
“La ortodoxia significa no pensar, no tener necesidad de pensar. La ortodoxia es inconsistencia” -comenta Syme a Winston Smith (pág. 57). También lexicógrafo en el Ministerio de la verdad, el mismo organismo que emplea a nuestro infeliz protagonista en la enmienda constante de los números de The Times en aras de los intereses del Partido Único. En definitiva, la enmienda de las crónicas que serán las historias de la Historia. Y yo, que he hecho de mi acercamiento admirado a la heterodoxia, allí donde se alce frente a la ortodoxia; y yo, que he hecho de la heterodoxia en su más amplio concepto, una de mis principales inquietudes y uno de los principales argumentos de mi actividad literaria, me conmuevo ante tales afirmaciones.
Al escuchar hablar a Payne en semejantes términos, Winston da por sentado que vaporizarán a su colega más pronto que tarde. Aquí también desaparecen, entre la noche y la niebla, aquellos cuya existencia incomoda de una u otra manera al Partido Único. Una clase social en sí mismo -pese a que como siempre sucede con los paladines de los pobres, pretende haber acabado con las clases sociales-, una casta que juega con el sexo y el lenguaje para la manipulación y explotación del personal por parte del estado.
Es fácil aparentar pertenecer a la ortodoxia, porque aquí, la ortodoxia consiste en que no haya pensamiento. El ciudadano ejemplar es el bienpensaroso, como lo fuera Katherine, la ex de Smith, bienpensarosa y emocionalmente indiferente. El pensamiento tiende a suprimirse mediante la neolengua, el único idioma del mundo cuyo vocabulario disminuye cada año. Y a mí, leído esto, me da por pensar en ese afán de sustituir el “aplicar” de antes por el “implementar” de ahora; los “aspectos”, que otrora presentaban los asuntos, por esas “patas” o “flecos” que se les llama en nuestro 2023 en una prueba irrefutable de que el populismo -y los periodistas que le dan pábulo- también ha acabado con lo único bueno que tenía la política: la belleza de la oratoria, para irse a la simpleza comprensible, cuando no a lo chabacano.
Orwell nos habla de la “caligrafía del ignorante” (pág. 60) cuando Parsons, el vecino de Smith, le apunta en una libreta los fondos aportados a la colecta para la Semana del Odio. Avanzando en el relato, Winston se encontrará con Parsons en el suplicio, en uno de los cuartos del Ministerio del Amor, a la espera de una nueva sesión de torturas. Parsons será delatado por uno de sus hijos por haberse pronunciado en sueños contra el Gran Hermano.
Orwell nos da noticia por primera vez de la disidencia de su protagonista al referirnos que lleva un diario y toda esa liturgia de la sedición que supone anotar en dichas páginas nuevos asientos. Dado lo importante que es para Winston la escritura, que la simple caligrafía de Parsons sea tan mala -sin entrar en la irrelevancia de lo apuntado merced a ella-, le embrutece especialmente a los ojos de Winston Smith.
La escritura es el mayor vehículo de la heterodoxia, de la disidencia, el comienzo de cualquier rebelión. Como en la vida misma. Aquí, todo lo concerniente a la represión sexual que impone el Partido Único, nos es contado en el Capítulo 6 de la primera parte, a raíz de las entradas que escribe Smith clandestinamente, sustrayendo el trabajo en la bitácora a la mirada omnisciente del Gran Hermano.
Tengo la impresión de que O’Brien ya sospecha de Winston Smith desde que se cruzan por primera vez la vista en uno de esos paréntesis cotidianos que se dedican al odio. El propio Smith así lo considera. O’Brien es un miembro del Partido Interior: una suerte de Soviet Supremo, que, a la vez, como el propio O’Brien nos demuestra, también tiene atribuciones de checa. En una de las primeras charlas que mantienen (pág. 82), el futuro torturador intentará hacer ver a su víctima que dos y dos no tienen que ser cuatro si el Partido dice que son cinco. Menos en Brazil (1985), la de Terry Gilliam, adaptación libre después de todo, tan singular suma, viene a demostrar que la “máxima exigencia” del Partido es rechazar las evidencias que ofrecen los sentidos (pág.83). Presente en las dos primeras adaptaciones cinematográficas -la de Rudolph Cartier para la BBC del 54 y la de Michael Anderson del 56-, anteriores a la conmemorativa, estrenada por Michael Radford, en 1984. Por ser esta última la que más se recrea en el suplicio, sin duda el gran pasaje de la novela, es allí, en medio del martirio, donde un O’Brien encarnado por Richard Burton, insiste a Smith -John Hurt en aquella cinta- con la pregunta en el tormento.
El psicólogo Erich Fromm, tan respetado en vida como olvidado tras su muerte, advertía sobre los peligros de entender 1984 como una “descripción de la barbarie estalinista” e ignorar que también está dirigida a nosotros, a los lectores de cualquier momento. ¡Vaya si estaba en lo cierto! El gran crimen en Oceanía -el estado colectivista de Orwell- de cuya Franja Aérea 1 forma parte el Londres donde habita Winston Smith, es el amor. No faltan concomitancias entre esa persecución del sexo -se tortura en el Ministerio del Amor- y algunos aspectos de la administración española de nuestros días.
La forma en la que Oceanía juega con el sexo y el lenguaje para el dominio y la manipulación de las masas no deja lugar a dudas. Winston y Julia -a quien creyó su delatora incluso cuando le hizo llegar una nota en la que confesaba estar enamorada de él- desde el comienzo de su historia, saben que su amor acabará por llevarlos a donde, en efecto, ha de condenarles. Aun así, deciden seguir adelante.
Tanto en las lecturas del texto, como en los visionados de la adaptación de Anderson, ese momento en que Julia se muestra a Winston como vestían las mujeres antes de la revolución (pág. 142),es decir: se quita el mono de trabajo, se pone un vestido y dice que se ha perfumado, sigue siendo uno de los fragmentos que más me llaman la atención de 1984, con independencia del formato en que se me cuente.
Desde el comienzo de la narración, Smith busca pedazos de la historia que el Partido se haya olvidado cambiar, objetos pretéritos de mejores épocas. Suele encontrarlos en la tienda de antigüedades de Charrington. En apariencia, este último es un viudo que vive entre los proles -entre quienes no está bien visto que se mezclen los miembros del Partido- vendiendo las antiguallas que aún conserva de la casa que ocupó junto a su mujer. Es a él a quien nuestro protagonista compra su diario y una bola de nieve, dos de esos pedazos de la historia que los estalinistas del Gran Hermano han olvidado cambiar. Y será en una alcoba de la casa-comercio de Charrington, donde Winston y Julia acaben amándose. Nada les hace pensar que el apacible anticuario es, en realidad, un temible policía del pensamiento. Saben que el amor que están viviendo, inexorablemente, acabará por llevarlos a las torturas que se practican en el Ministerio del Amor. Pero mientras duran los placeres del cariño, prefieren ignorar, especialmente Julia, el Socing -la teoría del colectivismo impuesto-, la mutabilidad del pasado, la negación de la realidad objetiva y la utilización de la neolengua (pág. 153).
Todos los regímenes políticos basados en el miedo, fomentan la delación. En la Oceanía de Orwell, la organización juvenil se llama Espías y eso es lo que han de ser los niños respecto a sus padres. Tiene su lógica, habida cuenta de que en las sociedades colectivistas los niños son propiedad del estado. “Por eso, al nacer se les inscribe en el registro civil y no en el de la propiedad”, recordaban recientemente los neocomunistas españoles en una de las sempiternas polémicas sobre la educación.
En las páginas de Orwell, ese desapego de la infancia a sus progenitores, alcanza al propio Winston Smith, cuando le conocemos es un hombre que aún vive atormentado por las crueldades que él mismo cometió con su propia madre y su hermana pequeña, a quienes quitaba la comida sin miramiento alguno. Es un pasaje tan estremecedor (págs. 158 y 159) que el cine nunca se detiene en él. “Lo más terrible del Partido era que había persuadido a la gente de que los simples impulsos, los sentimientos, no contaban, y, al mismo tiempo, la había despojado de todo poder sobre el mundo material" (pág. 161).
(Continúa en el siguiente asiento)
Publicado el 13 de mayo de 2023 a las 04:15.